El Parque, Woolf y Sudjic.
El sábado huye, raudo.
Mi té de vainilla (puede haber algo más naïf?) se enfría mientras escribo estas líneas, y el sol huye de mi terraza…
Me mancha la loza del suelo. Porque al igual que en el borde de la taza, en todos lados quedan resquicios de quienes somos, o fuimos, hace 30 segundos.
3 Minutos, no más. O la teína verterá su veneno. English tea at five o’clock.
Los árboles se estiran en sus sombras, perezosamente. Preparan sus propios lechos donde yacer hasta la próxima mañana, en que el sol los irá irguiendo con la misma lentitud.
Igual, aún hay luz.
Luz de día que las superficies blancas de mi casa reflejan desesperadamente, se la reparten unas con otras, en un estéril intento de retenerla.
Pero el vidrio de mi ventanal se la lleva…
Ya será reemplazada por la cálida y tímida luz de una portátil.
Envuelto en una manta sintética, sigo escribiendo mientras el aire se entibia por el efecto del calefactor.
Leyendo en el parque me encontré a Sudjic diciendo “Desde un punto de vista práctico, la portátil -máquina de escribir- de mi padre es totalmente inútil. Sin embargo, sigo sin ser capaz de tirarla, aún cuando sé que algún día quienquiera que tenga que limpiar mi casa se enfrentará al mismo dilema.”, hace unos años, en otro lugar, con más tiempo de hogar y más triste en su entorno, decía Virginia Woolf “Sin ilusiones, dura y clara como el cristal, cabalgaba contra el día con el pecho desnudo. Dejaba que sus clavos la atravesaran. Cuando le salió el mechón blanco en la frente, comenzó a retorcerlo sin miedo entre los demás. De esta manera, cuando vengan para enterrarla, todo estará en buen orden. Encontrarán porciones de cinta enroscadas”.
Cúantos años puede tardar en encontrarse una semejanza?
Cuánto tiempo puede tardar encontar un semejante?
Ese reloj viejo, de mi bisabuela, que adorna mi mesa de dibujo, no es referente. Su machucada esfera y las agujas de metal, tan nítidas, parecen entrar en contraste con lo que queda del papel que salvaguardaba los números, como un libro añejo de asientos. El 4 es IIII, y no IV.
Desde niño eso me llamó la atención.
El péndulo, con su afilada aguja que apuntaba al centro de la tierra, ya no está, pero tenía grabadas las iniciales del fabricante.
Un mudo testigo de algo que fue, hoy marca las 10 y 11.
Un silencio tan japonés como el decorado tan mínimo y tan presente, sólo es interrumpido por el motor de la heladera, que de tanto en tanto persiste, insiste en mantener las cosas frías, ralentizando el tiempo de su deterioro.
Hoy ya son historia ese reloj, lo que queda de mi mesa de dibujo, y el portarretrato desde donde mi abuela, que ya no está, me mira feliz y sonriente.
Un tercio de los objetos de esa mesa, reflejan distintos pasados.
Otros, desde los que se pueden contar los años. 3. 4. El retrato de mi sobrino, y el de Jasmín.
Mi sangre, y la de otros.
Cuántos siglos lleva la sangre recorriendo nuestras venas, y las de nuestros ancestros?
Cómo llegó, desde diferentes tiempos y espacios, a confluir en nosotros? Qué magia o destino hizo que mis padres se enamoraran, y hoy, luego de sus frutos, no quieran volver a verse?
Somos un instante congelado en el tiempo? Somos acaso las 10 y 11 de ese reloj?
A ese instante debemos nuestra existencia.
Los libros se acumulan sobre las superficies horizontales. Páginas y páginas y páginas. LLegaré a verlas todas? Ahí están al salir, y ahí están al volver, cada día.
Sin embargo, obstinadamente, y de una forma tan sencilla como apretar un botón (enter, intro…) sigo coleccionando páginas. Entran en mi vida, electrónicas y eclécticas. En forma y contenido.
Ya dos personas me lo confirmaron: lo que crece la sombra de una palma, en mi maceta, son paraísos.
Tal vez mañana, mi terraza se pueble de estos mismos árboles espontáneos.