El jardín de invierno
Fragmentos del libro autobiográfico “El jardín de invierno”, de Antonio Larreta (2002)
Sarandí
La casa de la calle Sarandí 528, a mitad de cuadra entre Ituzaingó y Treinta y Tres, frente al flanco izquierdo de la Catedral, terminó por llamarse puramente “Sarandí” en los recuerdos compartidos y a veces confrontados: los de mi hermana y los míos. ¿Cuán grande era su espacio? ¿Qué patio tenía piso de patines? ¿En qué panel del salón de cuadros colgaban el Salinas o el Fortuny?
Una casa que habitada por la familia tuvo una corta vida y habitando la memoria de los que vivimos en ella lleva un largo medio siglo de supervivencia. Sigue siendo eso: la casa verdadera. Simplemente: casa.
En 1901, mi abuelo compra la casa al Dr. Alberto Nin, con la triple intención de echarla abajo, construir un palacete y mudar a su familia a una zona privilegiada, la que ahora llamamos Ciudad Vieja.
Casi no hay manzana entre la escollera y la Plaza Independencia que no tenga cuatro o cinco mansiones impresionantes. O que fueron. Unas se han convertido en museos. Otras se han reciclado como empresas o casas de apartamentos más atractivos que los que se fabrican en serie sobre la costa. Otras son pura ruina.
Si Sarandí no fue convertido en ningún instituto de enseñanza, si derivó en ser, naturalmente, un grande y variado salón de juegos, un parque de diversiones con tesoros, sorpresas, emociones y sustos para los niños que jugábamos en él. Eso no había sido previsto por los arquitectos ni por los decoradores (era una casa pensada para adultos) y eso le daba mayor seducción. A lo sumo había una hamaca de madera en la azotea, una pianola en el patio trasero y algún subi-baja transitorio en el jardín de invierno. No tuvimos animales, salvo un conejo que me saqué en una rifa. Nunca nos atosigaron a juguetes. Los niños de entonces nos conformábamos con algunos pocos para el cumpleaños y unos pocos para los Reyes. Porque los reyes eran los reyes, aun en una familia liberal.
El jardín de invierno
Vuelvo al jardín de invierno. Siempre volveré a él. Ese ha sido un amor tenaz, una muy larga fidelidad. No es para menos. Para un niño de pocos años, con cierta tendencia agazapada a la melancolía, su atmósfera era la más cálida y luminosa de toda la casa. Allí se recibía a las visitas más íntimas, merendaba la familia a media tarde, alguien leía el diario, alguien bordaba, otros se enzarzaban en partidas de ajedrez o dominó, y sobre todo jugaban los niños. Eso era el jardín.
El invierno, la luz del invierno, se filtraba sobre todo por la claraboya que lo coronaba, exuberante de colores –rosas, rojos, verdes, azules, violetas- en los dibujos vegetales de los vitraux.
Esta casa fue la casa de José Antonio Ferreira y su mujer Carmen Martínez, mis abuelos maternos. Y en mi recuerdo, como un continuum de toda mi larga vida, larga, sí, pero sacudida por la pérdida desde muy temprano, palpita secretamente como el corazón de la casa, aquel jardín. Allí nací –bueno, a dos metros-, allí crecí, allí jugué, allí reí, allí lloré, allí me hice las primeras preguntas, esas que nunca llegan a contestarse.
A ese espacio se abrían las puertas de los dormitorios: el de mi abuelo, el de mi abuela, separados, los dormitorios, supongo también los cuerpos; el de mis padres, juntos, supongo también los cuerpos; hasta que en el de mi madre se declaró una destrucción incontenible que la llevó muy lejos del jardín; el cuarto de mi hermana, el mío; también el escritorio y la biblioteca de mi abuelo, y finalmente el que llamábamos “cuarto de los armarios´´, un mundo dentro de otro mundo. Bajo la luz coloreada de la claraboya, más tenue o más brillante según la inestabilidad meteorológica del puerto próximo, vivimos doce años. Hubo cuatro muertes, ningún nacimiento. Un esplendor, una ruina. Días de fiesta, tristezas, descubrimientos, y también una tajada de felicidad.
La escalera colorada
La escalera colorada. La llamábamos así no porque lo fuera ella misma (era y es roble oscuro) sino porque era colorado –o rojo, como se dijo después- el brocado que cubría las paredes que de algún modo la envolvían, y también el caminero sobre sus escalones. En la casa, era como el Canal de la Mancha o el estrecho de Corinto. Algo que unía y separaba dos continentes: el más familiar de la planta principal donde al fin y al cabo vivíamos, y el más enigmático de la planta alta. Esta empezaba por la cocina y sus dependencias y otra escalera que llevaba a los cuartos de los domésticos, que todavía llamábamos, crudamente, sirvientes. Un mundo que tenía su propia intimidad, y la defendía con uñas y dientes. O, al menos, así lo sentía yo.
La escalera colorada era ese puente, como ya dije, entre la casa y un mundo aventuroso e inexplorado. Había una emoción particular en ese espacio rojo, vertical, envolvente y apenas iluminado, que favorecía las confidencias, las conspiraciones, los secretos. En mi memoria, era como un pasaje a la adolescencia.
No éramos niños en la escalera colorada. Carmucha y yo empezábamos a diferenciarnos y a ocultarnos uno del otro. Venían a veces amigos, o primos, y ellos participaban de la conspiración. O la instigaban. Allí se contaban cosas maliciosas, se conocían palabras prohibidas, se revelaban los misterios de la vida, se jugaban juegos menos inocentes. Era un mundo se susurros o de silencios súbitos, o de risas sofocadas y nerviosas. Cautivante, estremecedor, tal vez culpable. En él no se había introducido la muerte, pero la vida misma era peligrosa. (Foto: Leo Barizzoni)
El salón de cuadros
Había por lo menos media docena de cuadros de tema marroquí, uno de ellos de Fortuny, en la pinacoteca de mi abuelo. Pero igual de inquietantes, y en plena vigilia, eran esos cuatro recintos disimulados en los cuatro ángulos del salón, donde la inocencia de lo que en ellos se guardaba, fueran planos o tulipas, parecía solo una máscara de algo amenazador, extranjero, desconocido, ya totalmente desvinculado del vientre protector del jardín de invierno. No se me ocurría que fuera la muerte, no. Era la vida.
Fue un territorio vedado, tradicionalmente cerrado con llave. Pero a cierto punto a mi abuelo se le fue haciendo cada vez más penoso subir la escalera colorada para contemplar sus adquisiciones (la última fue su propio retrato, pintado por un húngaro vanguardista, que escandalizó a toda la familia) y nosotros empezamos a colarnos y familiarizarnos con aquel espacio extraordinario. De alguna manera nos habíamos agenciado la llave o tal vez la simple tolerancia. Un gran octógono de ocho lados iguales, que ocupaba todo el frente de la planta alta, pero de doble altura, y ese octógono dejaba cuatro triángulos también iguales que eran recintos secretos, con entradas disimuladas en los paneles de la decoración, y que no escondían tesoros ni cajas de caudales, sino que servían como depósitos de cuadros relegados o a la espera, de marcos, de repuestos infinitos de herrajes o tulipas previstos por los arquitectos, de la documentación de la casa, de grandes libros llenos de grabados sobre los estilos franceses dominantes en su diseño y alhajamiento, mayormente Luis XVI e Imperio. Nos imagino entrando solos, por primera vez, en puntas de pie y de la mano, como quienes traspasan el umbral de lo sagrado.
El salón de cuadros tenía una alfombra que se había mandado tejer especialmente. No era sin embargo octogonal, sino circular, pero ese círculo tenía un agujero central, de un metro y medio de diámetro; eso lo convertía en rigor, en un gran disco horadado, una arandela, un anillo. El agujero estaba ocupado por una mesa circular, que en realidad escondía, bajo su tapa de mármol, el calefactor que graduaba la temperatura de la galería. Precaución que sospecho mi tío Carlos Alberto había copiado de algún museo muy avanzado de la época.